Quienes nos ganamos los garbanzos como enseñantes de adolescentes asumimos, de forma natural si son ya unos cuantos cursos, que algunos de los contenidos que debemos lograr que se asienten en los cerebros de nuestros jóvenes oyentes son catalogados por éstos como difíciles. ¿El análisis de la oración compuesta? Difícil. ¿Las leyes de Newton? Difícil. ¿La guerra de la Independencia? ¿El uso de should? ¿Los límites de funciones? ¿Comentarios de texto? ¿La perspectiva cónica? Todo esto y mucho más puede llevar la etiqueta de la dificultad.
Independientemente de lo acertado de dicha consideración, una cierta dosis de dificultad no tiene nada de malo, sobre todo si quien se enfrenta a ella la considera como un reto al que enfrentarse, de la misma manera que un buen alpinista se motiva ante un ascenso especialmente complicado. Por desgracia hay algunos que, cuando se encuentran con algo aparentemente difícil (porque habría que ver si realmente lo es), creen -o así nos lo hacen saber- que es demasiado difícil. Y en el demasiado es donde se escudan, porque entonces la dificultad se torna insuperable y no merece la pena ni tan siquiera intentarlo. He aquí una de las causas del abandono de los estudios (no es la única, no se me malinterprete) en una etapa tan temprana como la Secundaria Obligatoria.
¿Por qué algunos alumnos, por lo demás perfectamente pertrechados para afrontar con éxito el curso consideran que las cosas son demasiado difíciles? En muchos casos se trata, lisa y llanamente, de miedo. Que conste que esto no me lo invento yo, pues ya el mismísimo Séneca apuntaba que “no nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”, en una suerte de pescadilla que se muerde la cola. Tenía razón el filósofo, y creo que todos hemos sentido más de una vez cómo el miedo a no saber, o a no poder hacer algo nos impide lograrlo: qué fácil es saltar una longitud de un par de metros siempre y cuando no suponga hacerlo sobre el abismo. Cuando las sombras del miedo están detrás de unos malos resultados se hace necesario que el educador ponga la luz necesaria para anularlas, que para eso está (entre otras cosas).
Sin embargo, en demasiadas ocasiones tras la pretendida excesiva dificultad se oculta no el miedo sino, y dicho sea esto sin ningún ánimo de ofender, una escasa disposición a invertir la energía indispensable para lograr los objetivos propuestos. Me parece que no he sido claro; quería decir vagancia. En este caso no valen las excusas: quien de veras piense que aprender tiene que requerir el mismo desgaste neuronal que jugar a la Play o seguir las vicisitudes de los habitantes de la casa del Gran Hermano no sólo está totalmente errado, sino que además lo tiene crudo. Nadie en su sano juicio puede creer en serio que se puede conseguir algo, lo que sea, sin poner un mínimo de esfuerzo. Salvo que haya tenido una educación (entiéndase tan noble palabra en su sentido más profundo) tan poco exigente como... vaya, como la que han recibido algunos. Y me van a perdonar, pero que cada palo aguante su vela.
A veces comento a mis alumnos que tiempo atrás aprendieron algo realmente difícil y que no viene previsto en nuestra herencia genética, a diferencia de nuestra facultad de hablar. Todos ellos, poco después de arrinconar los pañales se dispusieron con auténtico entusiasmo a aprender a leer y a escribir. Sin ánimo de sentar cátedra estoy totalmente convencido de que no es tarea fácil. Mal que bien, todos lo consiguieron. Aunque, está claro, era otra época. No sé si por aquel entonces tenían algún miedo. Puede que sí, pero desde luego no a saber, y cuanto más mejor. Pero lo que sí puedo asegurar, sin temor a equivocarme, es que jamás conocí un vago de cuatro años.
(Este desvarío ha sido publicado en Merindad y en El_escéptico_digital).
Independientemente de lo acertado de dicha consideración, una cierta dosis de dificultad no tiene nada de malo, sobre todo si quien se enfrenta a ella la considera como un reto al que enfrentarse, de la misma manera que un buen alpinista se motiva ante un ascenso especialmente complicado. Por desgracia hay algunos que, cuando se encuentran con algo aparentemente difícil (porque habría que ver si realmente lo es), creen -o así nos lo hacen saber- que es demasiado difícil. Y en el demasiado es donde se escudan, porque entonces la dificultad se torna insuperable y no merece la pena ni tan siquiera intentarlo. He aquí una de las causas del abandono de los estudios (no es la única, no se me malinterprete) en una etapa tan temprana como la Secundaria Obligatoria.
¿Por qué algunos alumnos, por lo demás perfectamente pertrechados para afrontar con éxito el curso consideran que las cosas son demasiado difíciles? En muchos casos se trata, lisa y llanamente, de miedo. Que conste que esto no me lo invento yo, pues ya el mismísimo Séneca apuntaba que “no nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas”, en una suerte de pescadilla que se muerde la cola. Tenía razón el filósofo, y creo que todos hemos sentido más de una vez cómo el miedo a no saber, o a no poder hacer algo nos impide lograrlo: qué fácil es saltar una longitud de un par de metros siempre y cuando no suponga hacerlo sobre el abismo. Cuando las sombras del miedo están detrás de unos malos resultados se hace necesario que el educador ponga la luz necesaria para anularlas, que para eso está (entre otras cosas).
Sin embargo, en demasiadas ocasiones tras la pretendida excesiva dificultad se oculta no el miedo sino, y dicho sea esto sin ningún ánimo de ofender, una escasa disposición a invertir la energía indispensable para lograr los objetivos propuestos. Me parece que no he sido claro; quería decir vagancia. En este caso no valen las excusas: quien de veras piense que aprender tiene que requerir el mismo desgaste neuronal que jugar a la Play o seguir las vicisitudes de los habitantes de la casa del Gran Hermano no sólo está totalmente errado, sino que además lo tiene crudo. Nadie en su sano juicio puede creer en serio que se puede conseguir algo, lo que sea, sin poner un mínimo de esfuerzo. Salvo que haya tenido una educación (entiéndase tan noble palabra en su sentido más profundo) tan poco exigente como... vaya, como la que han recibido algunos. Y me van a perdonar, pero que cada palo aguante su vela.
A veces comento a mis alumnos que tiempo atrás aprendieron algo realmente difícil y que no viene previsto en nuestra herencia genética, a diferencia de nuestra facultad de hablar. Todos ellos, poco después de arrinconar los pañales se dispusieron con auténtico entusiasmo a aprender a leer y a escribir. Sin ánimo de sentar cátedra estoy totalmente convencido de que no es tarea fácil. Mal que bien, todos lo consiguieron. Aunque, está claro, era otra época. No sé si por aquel entonces tenían algún miedo. Puede que sí, pero desde luego no a saber, y cuanto más mejor. Pero lo que sí puedo asegurar, sin temor a equivocarme, es que jamás conocí un vago de cuatro años.
(Este desvarío ha sido publicado en Merindad y en El_escéptico_digital).
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