Ayer llegaron a casa dos regalos prescindibles. El primero de ellos me lo hicieron a mí. Se acercan las elecciones sindicales y un sindicato de profesores se las ha apañado para dejar en la sala de reuniones, junto a unos folletos que apenas contienen información, un puñado de bolígrafos de plástico barato de esos de cuatro colores, con sus correspondientes cuatro pulsadores en la parte superior; cuando lo he llevado a casa mi hija Leyre ha dicho: "un boli de esos que se rompen en dos días". El otro, una mochila de plástico rojo, lo ha traído mi hijo Íñigo tras la visita que su curso de sexto de primaria ha hecho al edificio del Parlamento de Navarra. Una mochila que no necesitamos (hay varias por casa, más incluso de las necesarias, de tamaños diversos), y que no parece tener una gran calidad. Vamos, que si la cargas un poco más de la cuenta parece muy probable que se vaya a desfondar, o a romperse por la costura del asa.
Seguro que muchos de vosotros habéis recibido en más de una ocasión alguno de esos obsequios que en el mejor de los casos van enseguida a la basura y, en el peor, llegan a ese mismo destino después de pasar una larga temporada olvidados en algún cajón.
Recuerdo que en una ocasión un supermercado de las afueras regalaba una sandwichera si hacías un gasto mínimo de, si no me equivoco, treinta euros. No es difícil alcanzar una cantidad como esa cuando haces una compra para varios días, así que nos llevamos el aparato en cuestión en su embalaje correspondiente. Una preciosidad de sandwichera. Una sandwichera-vaca, para ser más precisos: parecía más bien un juguete, con su cuerpo de vaca con manchas negras sobre fondo blanco y una cabecita adosada en un lado, con sus cuernos y todo. Incluso el asa estaba decorada a modo de patas de vaca.
Muy bonita... hasta que decidimos utilizarla para lo que presuntamente había sido concebida. Porque fue preparar unas lonchas de jamón cocido y queso entre cuatro rebanadas de pan de molde para la inauguración el artefacto, introducir los mixtos en él, enchufarlo... y ¡pum! Saltó un chispazo, saltaron a su vez los interruptores automáticos de la instalación eléctrica y por si fuera poco saltar, ¡la tapa superior de la sandwichera también saltó, como si se avergonzara de formar parte de tan espantoso trasto!
En fin, no sé si a este tipo de regalos (¿envenenados?) se le aplica el periodo de garantía pero lo cierto es que no tuvimos ninguna duda: tras desconectarlo de la red lo clasificamos en su lugar correspondiente del mundo de los residuos domésticos.
En otra ocasión, y por poner otro ejemplo, el Ayuntamiento de la ilustre ciudad en la que estoy empadronado organizó para los centros educativos de la localidad una encomiable serie de actividades destinadas a evitar los trastornos alimentarios que tanto se ceban con la adolescencia. No sé si creyeron que iba a tener alguna utilidad, pero nos dieron para repartir a la chavalería una bolsa enorme repleta de chapas ovaladas –unas chapas que no podrían calificarse como bonitas-, de esas que llevan un imperdible para poder ser exhibidas junto al corazón. Se repartieron entre todo el alumnado de Secundaria y sobraron como para varios cursos académicos más. Juraría que no vi a nadie no ya llevar una de esas chapas, sino tan siquiera ponérsela para ver el efecto.
Regalos prescindibles por inútiles, una costumbre caprichosa de empresas privadas (mención especial a las agencias de seguros) y organismos públicos (parad ya, por favor, Asociación de Donantes de Sangre de Navarra), que parecen empeñarse en llenar nuestras casas de cachivaches espantosos. Bolígrafos que no escriben, llaveros que no consiguen sujetar las llaves, lapiceros a los que no hay manera de sacarles punta sin que esta se caiga, horrendas figuritas, bolsitos de nailon, libretitas, botas de vino de medio litro confeccionadas en plástico imitación piel...
No son regalos porque nos cuestan dinero. Cuando un comercio nos regala un aparato para hacer sándwiches calientes lo hemos pagado de una forma u otra. Si un sindicato regala bolígrafos buscando el voto (¿de verdad pensáis que podéis comprar mi voto con un boli, ni aunque sea medianamente bueno?), se trata de bolígrafos pagados con el dinero de los afiliados pero sobre todo de los contribuyentes, pues estos organismos reciben financiación pública. Mi hijo no ha vuelto del Parlamento de Navarra más contento porque le hayan regalado una mochila con el escudo foral; me temo que no la va a pedir para su próxima excursión, porque según me ha dicho no le ha gustado. Pero los miles, o quizá solo centenares de mochilas que algún secretario de algún departamento del gobierno ha decidido que hay que comprar para satisfacer a la población no han sido pagados de su bolsillo sino del nuestro.
Eso en cuanto a lo económico, que quizá es lo de menos. Creo que es más importante que nos paremos a pensar en la enorme cantidad de recursos que se desperdician en semejante cantidad y variedad de regalos prescindibles. Recursos materiales (metales, plásticos...) y energéticos, tanto en su elaboración como en su transporte y distribución. Todos esos recursos, que son escasos y contaminantes, merecen un destino mejor que formar parte de objetos inútiles. Por nosotros y por el medio ambiente. Pero eso sí, siempre los recibimos con una sonrisa y un educado agradecimiento, faltaba más.
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