(Escribí este texto a finales de 2007 y fue publicado en
El Escéptico Digital y en
Merindad. Su contenido es tan actual como entonces).
Mucha gente se ha enterado de la existencia de
Doris Lessing a raíz de su galardón con el Nobel de Literatura 2007. Bien está: otros, ni aun así. De cualquier manera, es –ahora- una escritora de moda, con lo que sus textos reverdecen en librerías y en páginas web. En una de éstas me he topado con un escrito suyo, titulado
La extinción del hombre culto, del que, a modo de resumen, selecciono unas líneas:
“La educación de antaño habría contemplado la literatura e historia griega y latinas, y la Biblia, como base para todo lo demás (...). Hay un nuevo tipo de persona, que pasa por el colegio y la universidad durante veinte, veinticinco años, que sabe todo sobre una materia –la informática, el derecho, la economía, la política-, pero que no sabe nada de otras cosas, nada de literatura, arte, historia, y quizá se le oiga preguntar: Pero entonces, ¿qué fue el Renacimiento? o ¿qué fue la Revolución Francesa?”Culto: de letras. Todavía más claro y rotundo se mostraba
Eduardo Mendoza en un artículo publicado en El País en julio de 2004, analizando los resultados de la reciente selectividad:
“... supongo que se refieren a nuestra incompetencia en el terreno de la ciencia y la tecnología, cosa que a mí me preocupa poco. Que la mayoría no pase el examen de química tiene una importancia relativa. Sólo se necesita un número determinado de químicos para atender las necesidades de la comunidad. Al resto nos basta con saber que el detergente de la lavadora no debe ingerirse. Más preocupante es el pobre resultado obtenido por los estudiantes en el apartado de lengua...”Quien me conozca un poco habrá adivinado que no comparto las tesis de Lessing y Mendoza. Es un tremendo error identificar la cultura con las humanidades, como si la cultura científica no pasara de ser una cultura de segunda división. Que un sector importante de la “intelectualidad” arrincone tan absurdamente la ciencia puede ser un factor decisivo en el mantenimiento de la falsa división entre los conocimientos humanísticos y los científicos, popularizada en 1959 por
Charles Snow con la expresión “las dos culturas”. También puede explicar, al menos en parte, los resultados cosechados en la III Encuesta Nacional de la Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología en 2007, precisamente el Año de la Ciencia. Como que tan sólo el 45% de los encuestados considere que la ciencia genera beneficios (¿doblar la esperanza de vida mejorando notablemente su calidad gracias a la ciencia médica, por poner nada más que un ejemplo, no es beneficioso?) O que la ciencia ocupe el lugar decimotercero entre los temas informativos interesantes; por cierto, el más interesante de todos, el deporte (léase fútbol profesional, claro), actividad conocida por rendir inmensos beneficios a la humanidad.
Tiene que quedar claro que no hay una cultura de letras y una cultura de ciencias. Ya es hora de que nadie se atreva a blandir (en muchos casos presumiendo, hace falta valor) su “yo es que soy de letras”, para justificar su incultura manifiesta. Científica, pero incultura. Los beneficios que la humanidad lleva obteniendo de la actividad científica son innumerables en aspectos como la comunicación, la salud, la información, el transporte, la meteorología, el ocio, la agricultura... Sin embargo, los logros no son sólo materiales. El conocimiento adquirido por generaciones de científicos nos ha permitido conocer nuestro lugar en un universo mucho mayor y más antiguo que lo que jamás hubiéramos podido imaginar, o situarnos en un árbol genealógico que se remonta, miles de millones de años en el pasado, hasta una humilde vesícula animada.
Desde luego, también la ciencia nos ha traído un buen número de perjuicios. Sus aplicaciones quedan en manos humanas, para lo bueno y para lo malo. Un motivo más para valorar el conocimiento científico, puesto que su carencia tiene efectos indeseados tanto para el individuo como para la sociedad. Pensemos en los traficantes de pseudociencias, que viven de la ignorancia ajena (y propia, en no pocas ocasiones), o en las actuaciones políticas que afectan al medio ambiente. Conocer el método de control a que se someten los fármacos, la naturaleza del electromagnetismo o los fundamentos teóricos del cambio climático, por poner unos ejemplos, además de suponer un gozo intelectual proporcionan una base sólida para la toma de decisiones, sin que ello suponga un impedimento para el saber y el disfrute de la música, la historia, la pintura, la poesía... En suma, el saber científico y, con él, el pensamiento racional y crítico, son herramientas liberadoras que nos permiten ser dueños de nuestros pensamientos y acciones. Sin estas herramientas no puede haber cultura. La única, porque sólo hay una. Y se tiene, o no se tiene.